2ª parte – De la constitución de la sociedad de consumo al neocolonialismo
El nuevo orden mundial surgido de la Segunda Guerra Mundial, así como las innovaciones tecnológicas y productivas desarrolladas durante la misma, dieron lugar a unas nuevas pautas socioculturales marcadas por los Estados Unidos: la sociedad de consumo. Constituyó la era dorada del capitalismo industrial con unas tasas de crecimiento anuales de dos dígitos. Sus mayores hitos fueron el desarrollo de la agroindustria, el boom del transporte privado, la colonización de los hogares por los electrodomésticos -muy especialmente por la televisión-, el despegue de la publicidad, así como la explosión de la industria del ocio y del turismo.
Todo ello producido en serie y arropado por un Estado benefactor que, entre otras cosas, garantizó los servicios sociales básicos y facilitó un aumento regular de los salarios y de las vacaciones anuales para cada vez más personas empleadas en las fábricas y oficinas del “Primer Mundo”.
Tampoco este nuevo mundo capitalista feliz duró mucho. La revuelta del 1968 protagonizada por las juventudes de los países industrializados empezó con protestas contra las guerras imperialistas y el hambre en el mundo para acabar con una rebelión masiva contra las vetustas estructuras patriarcales, el consumismo, la ignominia del trabajo industrial y las prisiones de lo posible. Al mismo tiempo creció el número de países descolonizados que aspiraron a liberarse de la opresión colonial y apostaron por un modelo socialista de desarrollo, lo que en muchos casos implicaba la nacionalización de las empresas extractivistas de los capitalistas occidentales.
El documento tuvo gran impacto social. Ilustró con cifras lo insostenible de una sociedad cuyas ciudades tenían sus muros ennegrecidos por el hollín de los gases procedentes de los escapes de los coches y de las chimeneas de las fábricas. Mientras en los grandes ríos flotaban manchas de espuma de color indefinible y en los bordes de las carreteras se estaban amontonando chatarra, bidones de residuos y basura de toda clase.
En 1973, el embargo decretado por los países de la OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo) contra las potencias occidentales a causa de su apoyo incondicional al Estado de Israel mostró al capitalismo de forma muy práctica que su modelo de producción solo podía funcionar si disponía de combustibles fósiles de manera abundante y a un precio reducido. El encarecimiento sustancial del crudo a consecuencia del embargo provocó la primera gran recesión económica después de la Segunda Guerra Mundial.
Por otra parte, la revuelta espontánea del 68 se había profundizado y extendido a más sectores de la sociedad: las sucesiones de huelgas salvajes en las fábricas socavaban la autoridad de los patrones al mismo tiempo que redujeron sus tasas de beneficios a cero; el feminismo estaba perturbando el sistema patriarcal dentro y fuera de los hogares, las partes más activas de la juventud se estaban preparando para hacer la revolución que sentían inminente, el mundo de la cultura y del arte se estaba politizando a marchas forzadas.
Además, el aumento del precio del crudo forzó una remodelación de los dos sectores más afectados: la industria automovilística y la generación de energía. Por una parte, la industria automovilística se tuvo que emplear a fondo para desarrollar motores de consumo menor, montados en coches más pequeños, si quería seguir creciendo. Por otra, los Estados y las grandes empresas asociadas apostaron por el desarrollo de la energía nuclear como fuente de energía barata para poder satisfacer las ingentes cantidades de energía requeridas por la sociedad de consumo.
Esta nueva tecnología extremadamente peligrosa topó desde el principio con la oposición de amplios sectores de una la sociedad occidental cada vez más sensibilizada con los problemas ambientales y sociales causados por el capitalismo industrial. En numerosos países europeos hubo manifestaciones de centenares de miles de personas contra las centrales nucleares en construcción que solían acabar en batallas campales. Su oposición no pudo impedir la construcción de estas centrales, pero sí ralentizar su puesta en marcha y encarecer su funcionamiento al conseguir la implementación de mayores medidas de seguridad.
La década de los setenta acabó con un nuevo aumento importante del precio de crudo, esta vez a consecuencia del derrocamiento de la dictadura pro-occidental del sha de Persia y una guerra entre Irán e Irak. La implementación del capitalismo en China en 1979 marcó otro hito. Evidenció el enorme potencial de desarrollo del capitalismo industrial y la gran fuerza de atracción que la sociedad de consumo ejercía en el resto del mundo. Lo que no se veía en aquellos tiempos eran los inmensos daños ambientales, sociales y culturales que iba a acarrear su globalización.
El neoliberalismo
Para los sectores dominantes del capital, el Estado benefactor se había convertido en una especie de caballo de Troya que estaba dando entrada a aspiraciones socialistas al mismo tiempo que estaba reduciendo la desigualdad social. Cuestionado masivamente dentro de sus fronteras y capitaneado por los Estados Unidos de Reagan y la Gran Bretaña de Thatcher, el capitalismo pasó a la contraofensiva estableciendo la era del neoliberalismo.
Sus características son conocidas y se siguen aplicando en la actualidad: desmantelamiento del Estado de Bienestar a favor del sector privado, eliminación de los impuestos directos más altos, desregulación del sector financiero, reforzamiento de los aparatos policiales y militares, privatización de las grandes empresas estatales, en particular las relacionadas con las infraestructuras como las compañías de electricidad y de agua. Los programas neoliberales se suelen articular a través de la llamada colaboración pública-privada.
El advenimiento del neoliberalismo coincidió con el despegue de la tecnología de información protagonizado por empresas como IBM y Microsoft. La nueva tecnología posibilitó mantener el mando central y, al mismo tiempo, externalizar cada vez más segmentos de la cadena de producción a países de la periferia capitalista, muy especialmente a los Estados industriales emergentes del continente asiático. Estados que acabarían por convertirse en los grandes núcleos de producción industrial del siglo XXI y en focos brutales de la contaminación global. Por regla general, se externalizaron los segmentos de la producción que más mano de obra exigían así como los más contaminantes. El neoliberalismo abrió asimismo la veta de fusiones de empresas transnacionales que, de forma directa o indirecta, pasaron a controlar los mercados del mundo.
El nuevo credo era la flexibilidad y la individualización dentro de un mundo cada vez más globalizado. La producción industrial pasó a guiarse por el modelo de fabricación desarrollado en las fábricas de Toyota con el objetivo de reducir los costes de producción. Las características del nuevo modelo eran el aumento de la automatización de la producción, su descentralización, la flexibilidad laboral, el trabajo en equipo para incrementar la productividad y fomentar la identificación con la empresa, así como una mayor adaptación a las fluctuaciones del mercado al producir just in time. El nuevo modelo de producción aumentó considerablemente la importancia de la logística y las exigencias de un transporte de piezas sin demoras.
El desplazamiento de partes de la producción a la periferia implicó, por una parte, despidos masivos y cierres de fábricas enteras y, por otra, la reconfiguración del tejido productivo y sociocultural hacia una sociedad que había de girar cada vez más en torno al sector de servicios, una sociedad donde se desvanece la existencia de clases sociales en un mundo nebuloso poblado de prestadores de servicios y usuarios de los mismos, siempre prestos a intercambiar sus papeles. Según los apologistas de la nueva era postindustrial, los y las habitantes de la metrópoli ya no estaban obligados a ensuciarse las manos, ahora se trataba de aprender informática e inglés, tener buena presencia y voluntad absoluta de servicio al cliente. Además, se exigía la voluntad de formarse durante toda la vida para estar siempre a la altura de las exigencias del marcado. Y todo ello, por unos sueldos bastante inferioresa los de los antiguos obreros de las fábricas.
El empobrecimiento de las mayorías sociales era una consecuencia deseada de todas estas transformaciones. El aumento del paro, la creación de puestos de trabajos temporales con unas exigencias elevadas -especialmente para los jóvenes-, así como la reducción importante de las prestaciones sociales volvieron a instalar el miedo y la desconfianza entre las clases populares. Estas medidas disciplinarias y de aumento de productividad venían acompañadas de un renovado sector financiero que posibilitó un mayor endeudamiento de los hogares a través de hipotecas inmobiliarias y créditos al consumo.
El desplome del bloque soviético a partir de 1989 dio alas al neoliberalismo. La competencia entre sistemas se había resuelto a favor del más fuerte. A partir de ahora habrá un solo mundo y un solo mercado, y este será capitalista. Desde Estados Unidos se empezó a fabular con el fin de la historia, ya que no quedaba ningún sujeto político que pudiera cambiar su rumbo. Los intelectuales occidentales se inventaron el postmodernismo basado en el “pensamiento débil” y el cinismo del “todo vale”, mientras que las instancias políticas supranacionales decretaron que solo el mercado capitalista podía crear sociedades democráticas.
El neocolonialismo
El balance de los procesos de descolonización de los países del Sur global iniciados desde el final de la Segunda Guerra Mundial es desigual. En bastantes casos la independencia era más formal que real, ya que una parte sustancial de las estructuras económicas coloniales continuaban vigentes. Las clases dominantes locales ya participaban plenamente de la sociedad de consumo y de demás ventajas que les proporcionaba sus relaciones con las empresas occidentales. Por otra parte, llegaban cada vez más productos usados u obsoletos de las antiguas colonias a las clases populares. Las potencias coloniales solamente se aferraron al control directo sobre aquellos países que tenían reservas de combustibles fósiles u otras materias primas de interés vital para las economías capitalistas del Norte.
Fueron las poblaciones de los países que tuvieron que luchar por su independencia las que, una vez recuperado el control sobre la gestión de sus recursos naturales, pudieron revertir el desarrollo económico en una clara mejora de sus condiciones de vida. Por otra parte, había y hay una serie de actitudes y dinámicas inculcadas por cientos de años de colonialismo muy difíciles de erradicar en pocas décadas. El nepotismo, la corrupción y los conflictos interétnicos propiciados por las fronteras artificiales trazadas por los colonizadores son posiblemente los problemas más importantes heredados del pasado colonial.
La triste ironía del asunto fue que las entidades financieras internacionales del momento dispusieron de mucha liquidez, ya que los países exportadores del petróleo habían depositado en ellas los llamados petrodólares: sus ganancias adicionales por los aumentos de precio.
El impacto de este encarecimiento fue particularmente grande en aquellos Estados –principalmente de América Latina- que se habían endeudado de forma excesiva con entidades bancarias internacionales con el objetivo de industrializar su país para poder sustituir las importaciones. La recesión que acompañó la crisis del petróleo hizo que muchos de ellos ya no pudieran pagar los intereses y estuvieran a punto de entrar en quiebra.
Como respuesta a la elevada insolvencia de los países latinoamericanos, el FMI y BM diseñaron en los años ochenta los llamados Programas de Ajuste Estructural (PAE) que, según sus autores, servirían como ayuda al desarrollo. Los PAE consistían en medidas meramente neoliberales: recortes drásticos de los gastos sociales, control del déficit presupuestario, eliminación de trabas a la exportación e importación y a la entrada de capital extranjero, privatización parcial o total de las empresas públicas y devaluación de la moneda nacional.
Las privatizaciones de empresas estatales impuestas por los PAE, abrió la puerta de entrada a las transnacionales, muchas de ellas especializadas en minería, hidroeléctrica, abastecimiento de agua potable, telefonía y obra civil de infraestructuras, con una participación muy destacada de empresas españolas como por ejemplo Endesa, Repsol y Telefónica. Todas estas privatizaciones se realizaron en coordinación con las élites locales que, a su vez, se beneficiaron de los programas económicos financiados con las ventas de las compañías estatales. Una parte importante de estos programas estaban diseñados para preparar la transición de los países afectados a una regiones exportadoras centradas en recursos naturales, productos agrícolas y semielaborados.
Los PAE aplicados en América Latina marcaron el comienzo de la globalización neoliberal. La recesión global hizo que cada vez más países de la periferia capitalista tuvieron que firmar este tipo de acuerdos con el FMI y el BM. La exigencia de cumplir las medidas para poder seguir recibiendo créditos hizo que los países más pobres entraron en una espiral de endeudamiento: sus economías salieron tan debilitadas de las recetas neoliberales que, a lo largo de los años siguientes, tuvieron que dedicar proporciones cada vez mayores de los nuevos créditos para pagar los intereses acumulados. Gran parte de las medidas previstas en los PAE se aplicarían unas décadas más tarde en los países del Sur de Europa.
La desinversión en los servicios públicos se ha traducido en la creación de sistemas privados de sanidad, educación y pensiones para las clases media y alta, que tienen que dedicar proporciones elevadas de sus ingresos para satisfacer estas necesidades. El resto de la población depende de las cada vez más precarias instalaciones públicas y de las ayudas canalizadas a través de las ONG occidentales. O simplemente se queda en la cuneta, sobre todo en las grandes ciudades de miseria.
Foto de Lauramba