La década de los años 90 había empezado con una nueva guerra por el petróleo, camuflada como lucha contra las aspiraciones hegemónicas de un tirano y antiguo títere del Occidente. Entretanto, las instancias civiles de la incipiente globalización armada centraron sus esfuerzos en la elaboración de tratados de libre comercio y en la creación de espacios económicos comunes. Se trató de eliminar las últimas trabas legales que dificultaban la libre circulación de capitales, bienes y servicios al igual que los aranceles que la encarecían. Otro elemento central de estas dinámicas fue la creación de una legalidad supranacional entre los países implicados.
La justificación principal de estos espacios económicos supranacionales siempre ha sido la eliminación de la pobreza y un mayor crecimiento económico gracias al mayor intercambio comercial. Lo último ha sido cierto para los países más poderosos. En los Estados firmantes de menor poder económico, los resultados han sido más bien lo contrario. Sus consecuencias más importantes fueron: un aumento de la riqueza de las clases acomodados y el desempoderamiento de las mayorías sociales, el desmantelamiento de las industrias nacionales o su integración en las transnacionales de los Estados socios más poderosos, la pérdida de derechos sociales y de la capacidad de decisión sobre sus propios asuntos. El caso de México en el marco TLCAN o de Grecia, Portugal y del Estado español lo demuestran.
Por otra parte, estos tratados persiguen a menudo una especialización territorial a través de la entrada de capitales internacionales que invierten en el desarrollo de determinados sectores económicos. Las sedes centrales de estas transnacionales se quedan con la inmensa parte de los beneficios conseguidos en los países supeditados: sea la plusvalía del trabajo, sea la extracción de los recursos naturales. Además, las condiciones para la concesión de créditos suelen implicar la exigencia de un libre comercio o de vínculos comerciales exclusivos con los países que conceden el préstamo.
La combinación entre los Programas de Ajuste Estructural y los tratados de libre comercio ha agudizado la dependencia de los países del Sur global de las necesidades del mercado capitalista mundial. Durante las últimas décadas, la implantación masiva de monocultivos impulsada por la agroindustria occidental en virtud de estos programas y tratados ha supuesto la sustitución creciente de la economía de subsistencia tradicional adaptada a las condiciones ambientales por monocultivos extremadamente nocivos para los delicados ecosistemas locales. La implantación de estos monocultivos ha implicado -y sigue implicando- la destrucción de grandes masas forestales y, con ello, la liberación de cantidades ingentes de CO2, así como la contaminación del suelo y de las aguas freáticas con productos agroquímicos tóxicos, en muchos casos genéticamente modificados.
Ejemplos de estos monocultivos son: las plantaciones de aceite de palma en Asía para proveer las economías del Norte con un aceite barato que se utiliza principalmente en alimentos procesados y para la elaboración de biodiesel; las plantaciones de soja (transgénica) de América del Sur que sirven para cebar los cerdos de las ganaderías industriales de china y europea (con un peso muy específico de la catalana y últimamente también de la española); el acaparamiento de las mejores tierras africanas para abastecer los mercados insaciables de las dictaduras petroleras árabes, especialmente de Arabia Saudí. Además se da el caso que los monocultivos tienden a crear superproducción que, a su vez, hace bajar los precios en el mercado mundial y con ello los ya de por si pobres ingresos de los campesinos integrados en las plantaciones.
La creación, en 1995, de la Organización Mundial del Comercio (OMC) dominada por los países más industrializados llevó esta lógica a extremos insoportables para los y las habitantes de los países más empobrecidos del Sur global y endeudados hasta las cejas. No era casual que las protestas más potentes de todo el movimiento de antiglobalización se dirigieron contra una reunió de la OMC en Seattle, en 1999. A consecuencia de los enfrentamientos se aligeraron las condiciones de pago de intereses en los casos más extremos, pero no fueron condonados en su totalidad, tal y como lo pedían las y los manifestantes y los países afectados.
El capitalismo financiero
Los mercados financieros juegan un papel preponderante en el despegue de la globalización neoliberal. Durante las últimas décadas se han convertido en el motor principal de generación de más riqueza para los más ricos. Además han creado la ilusión que todo el mundo que tenga cuatro ahorros podrá beneficiarse de inversiones en la bolsa.
El caso es que la creciente desregulación de las actividades bursátiles desde los comienzos del neoliberalismo ha comportado la creación de toda clase de productos financieros y otros “instrumentos” para generar dinero de la nada. Solo una parte de las ganancias en bolsa se dedican a la expansión de la sociedad industrial. Las otras sirven para la especulación pura y dura, como por ejemplo, el comercio con los llamados derivados u “opciones de futuro”. En 2018 su valor nominal en bolsa fue ocho veces mayor que la capacidad económica global. Además, la concentración de los capitales que operan en las bolsas ha llegado a tales extremos que los grandes inversores pueden manipular los índices bursátiles como les convenga.
Esto pasó, por ejemplo, con el boom de las acciones de empresas relacionadas con la informática. El presunto boom se reveló como una inmensa burbuja creado por grandes inversores. Cuando retiraron sus participaciones en 2000, la burbuja explotó en la cara de los pequeños accionistas. La explosión de la próxima burbuja sólo tardó ocho años en producirse. Y no era nada casual que fuese causada por el mercado inmobiliario. Ya que era (y es) uno de los mercados que experimentó un crecimiento exponencial desde la desregulación del sistema hipotecario y las subidas astronómicas de los precios de los inmuebles en las metrópolis.
Para los ricos, invertir en inmuebles era y es considerado un valor seguro y rentable en tiempos en que el sistema bancario liberalizado se puede permitir el lujo de pagar intereses ínfimos. Para las mayorías sociales, la promesa de tener algún día un techo de propiedad, aunque sea endeudándose mucho más allá de sus posibilidades, resultó una trampa muy dolorosa y provocó un mayor empobrecimiento. Máxime cuando los responsables y los beneficiarios de este desastre han salido indemnes. Ahora están empleando el dinero ganado con las operaciones especulativas en fondos de inversión que se dedican a crear una espiral de encarecimiento de los pisos de alquiler. Pisos que, en la gran mayoría de casos, proceden de las carteras de impagados de las entidades bancarias.
Hay que tener en cuenta que el auge del capitalismo financiero se debe a varias circunstancias que se influyen mutuamente. Por una parte responde a la reducción constante de la rentabilidad que arrojan los sectores de la producción industrial. Es por esta razón que una parte significativa del capital ha puesto la esfera de la reproducción en su punto de mira. La financiarización del sector inmobiliaria y de la vivienda es una clara muestra de ello. La creciente inversión en la agroindustria y la especulación con los alimentos son otros ejemplos. En la misma dirección apunta también la avalancha de medidas de privatización de la atención sanitaria, del sistema público de pensiones, de la educación así como las inversiones públicas en el desarrollo de la biogenética.
Por otra parte, el capitalismo financiero es una reacción al ingente requerimiento de capital de las grandes transnacionales occidentales para poder financiar sus necesidades de crecimiento. De forma que las operaciones en bolsa les proporciona los fondos para adquirir más empresas, diversificar su negocio o fusionarse con otras de su misma calaña, a fin de poder imponer sus productos en los mercados liberados de cualquier traba. Todo ello ha redundado en un exceso de capacidades de producción en los mercados “maduros” y la colocación de sus excedentes en países de la periferia capitalista a través de los mecanismos de endeudamiento.
Y como último, aunque sea la primera causa de todo este desastre mundial, hay que señalar la avaricia e insaciabilidad de una minoría exigua de empresarios y financieros extremadamente ricos que, acompañados y asistidos por centenares de miles de especialistas y políticos, no tienen otra finalidad en su vida que aumentar su patrimonio y poder personal, cueste lo que cueste al resto de la humanidad.
De camino al colapso
Todos estos desarrollos económicos han multiplicado los efectos tóxicos del capitalismo globalizado a extremos completamente insostenibles. Esto se refiere tanto a la contaminación ambiental como a las relaciones humanas en una sociedad global reducida a una “civilización de mercado”.
La “digitalización” de las sociedades (post)industriales occidentales no ha reducido esta toxicidad. Tampoco ha disminuido la dependencia de las materias primas ni, por tanto, su extracción masiva. Ahora ya no se necesita tanto petróleo sino recursos como el cobalto, el cobre o el litio. Y el hecho de que las industrias occidentales se reserven las partes de más valor añadido de la cadena de producción no significa que los otros eslabones hayan desaparecido. Simplemente se han desplazado a los países de la periferia, que no solo se llevan una ínfima porción de los beneficios sino también la mayor parte de la contaminación causada por su producción.
De esta manera el Sur global ha devenido el vertedero de la opulencia del Norte y de la caducidad programada de sus productos. Un destino aceptado por amplias partes de las clases acomodadas locales plenamente integradas en el estilo de vida global. Por ejemplo, India se ha convertido en uno de los destinos principales para verter los residuos de plástico de países hiper-industrializados como Alemania, mientras que un barrio de Acra en Ghana es el lugar más tóxico del planeta a causa de un inmenso basurero de aparatos electrónicos desechados en el Norte.
Por otra parte, la emisión de gases de efecto invernadero se ha multiplicado en los últimos 30 años. Una de las causas principales ha sido la gran demanda de energía, tanto de los centros de producción como de los hogares climatizados y de las ciudades globalizadas con sus torres de oficinas, centros comerciales, apartamentos de lujo y atracciones turísticas hiper-electrificados. Llama la atención en este contexto que países punteros como EE.UU., Alemania y China continúen siendo los principales contaminadores por combustión de carbón.
Sin embargo, la mayor parte de esta explosión de emisiones se la está llevando el transporte que sigue dependiendo en un 92% de los derivados del petróleo. Es el único sector económico donde -a pesar de algunas medidas correctoras- las emisiones han seguido creciendo sustancialmente durante los últimos años. Las necesidades del transporte de mercancías y personas aumentan al ritmo de las tasas de crecimiento de las economías globales. De forma que, la rentabilidad de la cadena logística ha devenido un elemento central para garantizar la rentabilidad de las empresas globalizadas.
El transporte se ha convertido, al mismo tiempo, en el eslabón más vulnerable del conjunto de las economías capitalistas. Es por eso que los bloqueos de carretera tengan tanta incidencia y los puertos y aeropuertos se hayan convertido en lugares blindados contra manifestaciones. Además, cualquier tipo de acción directa por parte de sus empleadas y trabajadoras se sancionan con penas completamente desorbitadas.
La inmensa parte del transporte mercantil transcontinental recae en los centenares de cargueros de contenedores que diariamente circulan en los mares, especialmente entre China, Europa y Estados Unidos. Su carga consiste en piezas de ensamblaje, maquinaria, coches, ropa, calzado, electrodomésticos, ordenadores, componentes informáticos, alimentos congelados, así como en unas cantidades infinitas de todo tipo de gadgets desechables preferentemente de plástico o de fibras sintéticas.
Según un estudio de The Guardian del 2009, los 15 cargueros más grandes emiten tanta contaminación atmosférica como 750 millones de coches. Sería interesante hacer un cálculo aproximado de la contaminación acumulada por estos barcos y de otros aspectos de su huella ecológica. Lo mismo vale para los cruceros turísticos, que utilizan el mismo combustible que los cargueros mercantiles. De acuerdo con un informe de la ONG Transport and Environment, Carnival Corporation, el mayor operador mundial de cruceros de lujo, emitió en 2017 casi 10 veces más dióxido de azufre en las costas europeas que el total de los 260 millones de coches en Europa.
Sin embargo, el medio de transporte más contaminante de todos es el avión. Antes de la irrupción del coronavirus, el tráfico aéreo tenía un crecimiento anual del 5 % y era (¿y volverá a ser?) el medio de desplazamiento predilecto de los turistas: en 2017, el 57 % de los 1.340 millones de turistas anuales lo utilizaron. Según los científicos del clima, el transporte aéreo contribuye en el 5,4 % a las emisiones globales de gases invernadero. Aunque es cierto que el tráfico de coches contamina en su conjunto mucho menos que los barcos y aviones, hay que tener en cuenta que los tenemos literalmente delante de nuestras narices. Según un estudio reciente, cada año mueren prematuramente unes 390.000 personas a consecuencia de la contaminación del aire.
Resumiendo
El neoliberalismo impuesto en la década de 1980 y su globalización a partir de la del 1990 ha ido eliminando las trabas políticas y sociales impuestas por los movimientos populares desde la segunda mitad del siglo XIX. El capital y las relaciones capitalistas, desembocados de esta manera, han ido penetrando durante los últimos 40 años en todos los rincones del planeta, dejando una estela de paisajes desolados, vidas destrozadas y un empobrecimiento generalizado de las mayorías sociales. En prácticamente todo el mundo rige la misma lógica: explotar cada vez más aspectos de la vida y de la naturaleza para garantizar los réditos de un capitalismo en crisis prácticamente permanente.
Esta explotación ha creado unos niveles de desigualdad nunca vistos. De forma que en la actualidad el 1 % más rica de la población mundial acapara más del 50 % del patrimonio global. Esta desproporción se dispara si se pone en relación con las antiguas colonias del Sur global. Si estas disponían al principio del siglo XIX el 63% de los ingresos globales, a mediados del siglo XX no llegaban al 27 %. Según un informe del mismo Banco Mundial, en 2014 la riqueza per cápita de los países de ingresos altos fue 52 veces mayor que la de países de ingresos bajos.
En cambio, los acuerdos comerciales y de inversión bilaterales entre los países del Norte y del Sur, pasaron de pocas decenas hasta el año 1990 a más de 1.400 en 2015. Por lo que se refiere a las balanzas comerciales, este desarrollo desigual es más extremo aún. En 2017 el trío más importante del comercio internacional – Estados Unidos, China y Alemania- exportaron mercancías por el valor de 5.258 mil millones de dólares, acaparando casi la tercera parte de todas las exportaciones mundiales. En cambio, el valor de las exportaciones de los tres países más pobres era inferior a los 100 mil millones. Las proporciones en el apartado de las importaciones no se diferencian sustancialmente.
¡Hasta aquí hemos llegado! Cada año se están muriendo centenares de miles de personas a causa de la contaminación industrial. Los y las habitantes del Sur global ya están sufriendo lo indecible y serán las víctimas principales del calentamiento global que matará a millones y millones por culpa de un sistema de producción y consumo impuesto desde el Norte. En cambio, las mayorías sociales de este mismo Norte tendrán que afrontar un nuevo ataque a sus condiciones de vida de la mano del llamado capitalismo verde. Además, serán los damnificados principales de los fenómenos climáticos extremos que el calentamiento global también está produciendo en los países del Norte.
Viendo el recorrido del capitalismo industrial, pierden toda credibilidad las promesas de poder impedir el calentamiento global mediante un “desarrollo sostenible” y una transición ecológica consensuados con los culpables del desastre. Lo mismo vale para las esperanzas puestas en las soluciones técnicas y en una nueva ”revolución” tecnológica. El sueño que liga progreso humano al crecimiento económico se ha convertido definitivamente en una pesadilla de la que nos tenemos que despertar cuanto antes.
iHay que parar la máquina y pedir cuentas a los responsables principales de la destrucción del planeta! ¡Cortocircuitemos la economía capitalista donde y como podamos! ¡Desintoxiquémonos de las lógicas capitalistas y patriarcales! ¡Rompamos las separaciones impuestas y tejamos redes y complicidades basadas en el apoyo mutuo, en la empatía y en la sintonía con la naturaleza!