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John Holloway, junio de 2020
Las puertas se abren. Puedes sentir la energía acumulada incluso antes de que las caras aparezcan. El confinamiento ha terminado. El dique se ha roto y vierte un torrente de iras, ansiedades, frustraciones, sueños, esperanzas, miedos. Es como si no pudiéramos respirar.
Todas nosotras1 hemos estado confinadas. Separadas físicamente del mundo exterior, hemos estado tratando de entender lo que está sucediendo. Un virus extraño ha cambiado nuestras vidas, pero ¿de dónde vino? Primero apareció en Wuhan, China, pero cuanto más leemos, nos damos cuenta de que podría haber aparecido en cualquier lugar del mundo. Los expertos llevan advirtiendo desde hace años sobre la probabilidad de una pandemia, aunque no se podían imaginar lo rápido que se podría propagar. No es que provenga de un lugar en particular, sino de la destrucción de nuestra relación con el entorno natural. De la industrialización de la agricultura, la destrucción del campesinado en todo el mundo, el crecimiento de las ciudades, la destrucción de los hábitats de animales salvajes, la comercialización de estos animales con fines de lucro. Y aprendemos de los expertos que muy probablemente habrá más pandemias si no cambiamos radicalmente nuestra relación con otras formas de vida. Es una advertencia: deshacerse del capitalismo o seguir el camino hacia la extinción. Deshacerse del capitalismo: sí, pero no deja de ser una fantasía. Al mismo tiempo crece en nosotros el miedo y la rabia y tal vez incluso la esperanza de que sí podría haber alguna manera de hacerlo.
Y cuanto más dure el confinamiento, nuestra atención cambia, va más allá de la enfermedad, a lo que nos dicen que serán las consecuencias económicas. Estamos entrando en la peor crisis económica desde al menos la década de 1930, la peor crisis desde hace 300 años en Gran Bretaña, dicen. Más de cien millones de personas caerán en la pobreza extrema, nos explica el Banco Mundial. Otra década perdida para América Latina. Millones y millones de personas desempleadas en todo el mundo. Gente hambrienta, mendigando, más crimen, más violencia, esperanzas rotas, sueños destrozados. No habrá una recuperación rápida, probablemente cualquier recuperación sea frágil y débil. Y pensamos: ¿todo esto sólo porque tuvimos que quedarnos en casa por un par de meses? Y sabemos que no puede ser así. Por supuesto, seremos un poco más pobres si la gente deja de trabajar por un par de meses, pero ¿millones y millones de desempleados, personas muriendo de hambre? Seguramente no. Un descanso por un par de meses no puede tener semejantes efectos desastrosos. Por el contrario, deberíamos regresar descansadas y llenas de energía para hacer todo lo que hay que hacer.
Pensando un poco más nos damos cuenta de que, por supuesto, la crisis económica no es la consecuencia del virus, aunque puede haber sido provocada por él. De la misma manera que se predijo la pandemia, la crisis económica también fue predicha, con mucha más claridad. Durante treinta años o más, la economía capitalista ha sobrevivido literalmente con dinero prestado: su expansión se ha basado en el crédito. Un castillo de naipes a punto de caer. Casi se derrumbó, con los efectos más terribles, en 2008, pero una expansión renovada y enorme de crédito la apuntalaron nuevamente. Los comentaristas económicos sabían que no podía durar. “Dios le dio a Noé el signo del arco iris, no más agua, la próxima vez el fuego”: la crisis financiera de 2008 fue la inundación, pero la próxima vez, que no tardará mucho en llegar, vendrá el fuego2. Eso es lo que estamos viviendo: el fuego de la crisis capitalista. Tanta miseria, hambre, esperanzas destrozadas, no por un virus, sino para restaurar la rentabilidad del capital.
¿Y si acabáramos de deshacernos del sistema basado en el lucro? Y si saliéramos con nuestra energía renovada e hiciéramos lo que hay que hacer sin preocuparse por el beneficio económico: limpiar las calles, construir hospitales, hacer bicicletas, escribir libros, plantar árboles y sembrar vegetales, tocar música …, lo que sea. No habrá desempleo, ni hambre, ni sueños rotos. ¿Y los capitalistas? O colgarlos en la farola más cercana (una tentación siempre presente) o, simplemente, olvidarnos de ellos. Seguramente sería mejor olvidarse de ellos. Otra fantasía, pero más que una fantasía: una necesidad urgente. Y nuestros miedos y nuestras iras y nuestras esperanzas crecen dentro de nosotros.3
Y hay más, muchísimo más, para alimentar nuestra ira en el confinamiento. La pandemia ha supuesto un gran desenmascaramiento del capitalismo. Lo ha puesto en evidencia como rara vez antes. De tantas maneras. Para empezar, la enorme diferencia en la experiencia del confinamiento en función del espacio del que dispones: si tienes un jardín, si tienes una segunda residencia donde retirarte. Estrechamente relacionado con ello está la enorme diferencia del impacto del virus entre ricos y pobres, algo que se ha hecho más claro con el avance de la enfermedad. Lo mismo vale para la gran diferencia en las tasas de infección y muerte entre blancos y negros. Y la insuficiencia horrorosa de la asistencia médica después de treinta años de abandono. Y la terrible incompetencia de tantos Estados. Y la expansión brutal de la vigilancia y de los poderes policiales y militares en casi todos los países. Y la discriminación en el sector educativo entre los que tienen acceso a Internet y los que no. Y la exposición de muchas mujeres a situaciones de violencia terrible. Todo esto y mucho más, al mismo tiempo que los propietarios de Amazon y Zoom y tantas otras compañías tecnológicas cosechan ganancias increíbles, y el mercado de valores, impulsado por la acción de los bancos centrales, continúa con la transferencia descarada de la riqueza del pobre al rico. Y crece nuestra ira y nuestros miedos y nuestra desesperación y nuestra determinación de que no tendría por qué ser así, que ¡NO PODEMOS PERMITIR QUE ESTA PESADILLA SE HAGA REALIDAD!
Y luego se abren las puertas y se rompe el dique. Nuestras iras y esperanzas estallan en las calles. Escuchamos hablar de George Floyd, escuchamos sus últimas palabras: “No puedo respirar”. Las palabras dan vueltas y vueltas en nuestras cabezas. No tenemos la rodilla de un policía asesino hincada en el cuello, pero nosotros tampoco podemos respirar. No podemos respirar porque el capitalismo nos está matando. Sentimos una violencia, una violencia que explota desde nuestras entrañas.4 Pero ese no es nuestro camino, es el suyo. Sin embargo, nuestras iras-esperanzas, esperanzas-rabias necesitan respirar, tienen que respirar. Y lo hacen, en las manifestaciones masivas contra la brutalidad policial y el racismo en todo el mundo, en lanzar al río de Bristol la estatua del comerciante de esclavos, Edward Colston, en la creación de la Zona Autónoma de Capital Hill en Seattle, en la quema de la central de policía en Minneapolis, en tantos puños levantados hacia el cielo.
Y el torrente de iras-esperanzas-miedos-hambre-sueños-frustraciones va en cascada, de una ira a otra, viviendo cada ira, respetando cada ira y desbordando a la siguiente. La ira arde dentro de nosotros no solo contra la brutalidad policial, no solo contra el racismo, no solo contra la esclavitud que creó la base del capitalismo, sino también contra la violencia contra las mujeres y todas las formas de sexismo, y hace que las marchas enormes del 8M vuelvan a surgir con sus cantos. Los chilenos vuelven a salir a las calles y continúan su revolución. Y la gente de Kurdistán resiste con éxito a los Estados que no pueden tolerar la idea de una sociedad sin Estado. Y la gente de Hong Kong inspira a todos los chinos en su repudio a la burla del comunismo: no más comunismo, gritan, comunicémonos. El comunismo no es un sustantivo para ser impuesto sino un verbo para ser creado y recreado. Y los zapatistas crean un mundo en el que caben muchos mundos. Y a medida que los campesinos abandonan sus barriadas de miseria para regresar al campo y comenzar a sanar la relación con otras formas de vida, también las personas que habitan en las ciudades empiezan a cultivar semillas urbanas, a tener apicultoras que cosechan miel y crean un espacio urbano digno de vivir para todos, derribando la división entre la ciudad y el campo. Y los murciélagos y los animales salvajes retornan a sus hábitats. Y los capitalistas vuelven a gatas a sus hábitats naturales, debajo de las escaleras. Y el trabajo, el trabajo capitalista, esa horrible máquina que genera riqueza y pobreza y destruye nuestras vidas, está llegando a su fin. Y comenzamos a hacer lo que queremos hacer, comenzamos a crear un mundo diferente basado en el reconocimiento mutuo de nuestras dignidades. Y entonces no habrá década perdida ni desempleados ni cientos de millones de personas empujadas a la pobreza extrema y nadie muriendo de hambre. Y, entonces, sí podremos respirar.
1 El “nosotras/os” siempre está en cuestión. Simplemente no sabemos en qué estado las personas salen del encierro. La repercusión mundial del movimiento de Black Lives Matter nos ha sorprendido. La revuelta del 21 de junio de 2020 en la ciudad alemana de Stuttgart nos sorprendió. Más que nunca, “nosotros” es una cuestión, un estar abierto para dejarte sorprender en un mundo que no conocemos.
2 Véase el último capítulo del libro de Martin Wolf: The Shifts and the Shocks, Penguin Press, New York, 2014: “Conclusion: Fire Next Time”
3 No estoy proponiendo que debamos colgar los capitalistas a las farolas. Pero hay una enorme ira aterradora en el mundo, que no es sorprendente. Nuestros pensamientos y nuestras fantasías tienen que reclamar esta ira como nuestra, nuestra ira justificada contra el sistema que nos está destruyendo y contra quienes se benefician de esta destrucción y la intensifican.
4 Véase Linton Kwesi Johnson, “Time Come”: “now yu si fire burning in mi eye/ smell badness pan mi breat/ feel vialence, vialence, /burstin outta mi;/ look out!” (ahora tu ves fuego ardiendo en mi ojo / hueles el hedor de mi aliento / sentir violencia, violencia, / estallar fuera de mi; / ¡ten cuidado!) Dread Beat and Blood, Bogle L’Ouverture Publication